El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas – Haruki Murakami
por Noemí Escribano · Publicada · Actualizado
Los mundos que habitan en nuestra cabeza son inabarcables.
Podemos sentirnos insatisfechos con nuestras vidas y, aun así, a la hora de la verdad no renunciar a ellas bajo ningún concepto.
En el momento de ponerme a escribir acerca de la última novela que he leído de Haruki Murakami, éstas son las dos máximas que se me han venido a la cabeza para resumir las reflexiones que afloran tras su lectura. Ya son unas cuantas las veces que me he aproximado a la literatura de este escritor japonés; sé que, cuando voy a leer uno de sus libros, jamás voy a terminar la última página satisfecha por completo. No porque la lectura no haya colmado mis expectativas, sino porque a Murakami lo de cerrar las historias de un modo satisfactorio para sus personajes (y por ende, para sus lectores), no le va demasiado.
Sin embargo, sin esos cierres de puerta entreabierta, la reflexión posterior, esa sobremesa literaria que tanto se disfruta, quedaría mermada.
En El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas, asistimos a dos historias distintas que se van alternando la una con la otra. Los escenarios no pueden ser más distintos; en el primero, un calculador se ve inmerso en una trama que amenaza con destruir la tranquilidad de su mundo, mientras que en la segunda, nuestro protagonista aprende a vivir como lector de sueños en una ciudad tan perfecta como carente de compasión.
Ambos tienen en común esa pérdida del control de sus propias vidas; el calculador se ve arrastrando por las circunstancias y a romper con su modesta monotonía y el lector de sueños se ve obligado a renunciar a su sombra, es decir, a su corazón o su propia esencia.
Personajes fríos
Si bien a veces me cuesta empatizar con los protagonistas de las historias de Murakami (normalmente encuentro mayor honestidad en sus secundarios, personajes tan inocentes que casi parecen infantiles, y que dicen todo lo que se les pasa por la cabeza), este libro cuenta con ciertas descripciones sobre estados de ánimo difíciles de describir que me han enamorado. Mi preferido, éste:
Hubiese querido deshacerme en lágrimas, pero no podía llorar. Era demasiado mayor para hacerlo, había tenido demasiadas experiencias en mi vida. En este mundo existe un tipo de tristeza que no permite verter lágrimas. Es una de esas cosas que no puedes explicar a nadie y, aunque pudieras, nadie te comprendería.
No es que haya leído mucha literatura de autores japoneses; principalmente han sido Murakami y uno de mis escritores favoritos, Kazuo Ishiguro, quienes han copado mis lecturas en este sentido, con otras pequeñas incursiones. Lo cierto es que me fascina su forma de atinar, con cierta frialdad, en la radiografía de los sentimientos humanos, con una expresividad a veces tan gélida que me sobrecoge, como si fuera una inteligencia artificial la que tuviera la capacidad de acertar con su diagnóstico en el paciente que lee. Una prosa que resulta tan bella como fría, y en la que a veces cuesta penetrar precisamente por esa razón.
Poesía apocalíptica
Murakami logra resquebrajar esa capa helada gracias a la poesía que entrañan muchos de sus fragmentos sobre la vida y los sentimientos. De El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas me ha gustado sobre todo la eliminación de la barrera entre las dos realidades entre las que convivimos: la mente y el plano físico. Porque, si bien entendemos como «realidad» el mundo en el que interactuamos, comemos, caminamos, somos conscientes… ¿acaso eliminaríamos ese mundo que es nuestro y sólo nuestro? En nuestro plano mental somos aventureros en la cobardía del sueño, somos perversos amparados por la bondad de nuestros actos y somos cosas que jamás pensaríamos ser. La mente, los sueños… constituye una esfera en la que disfrazarse muchas veces y seguir siendo uno mismo. El prisma que nos forma como personas adquiere más caras, contemplamos más posibilidades y descartamos la mayoría de ellas para quedarnos con nuestro auténtico yo.
Somos quienes elegimos no ser, de la misma manera que somos quienes regresamos del País de las Maravillas, por despiadado o benévolo que sea.