Barcelona

Describir Barcelona es una tarea al alcance de poetas y artistas, y yo no soy ni una cosa ni la otra. Y es que confinar una ciudad tan poco monocromática como la Condal a tinta sobre blanco pide a gritos que las palabras rebosen ritmo y tonalidad.

Me cuesta describir Barcelona porque el tópico sobre ella es poderoso y facilón, tanto que, a pesar de despreciarlo con el desdén de quien lleva aquí toda la vida, lo acuño agradeciendo el abrigo de lo cómodo.

Aunque lo que ame de Barcelona no pase por su Sagrada Familia, más bien se quede a ras de suelo y no como su Pedrera. Sí pasa por las Ramblas, pero se bifurca en sus callejuelas sin fin, no termina a pie de avenida. Porque las horas del día y de la noche cuentan, y porque lo que pasa desapercibido con las primeras luces se vuelve magnético entre las sombras.

La ciudad Condal es  agradecida con los que se hunden en su entramado de calle, con los que se atreven a alejarse de la ruta establecida, con los  que callejean sin cuartel. Es con ellos con los que la ciudad dispensa sus mayores dones: las tiendas vintage dan paso a escaparates polvorientos surgidos de otra era, el empedredado se reduce, recortado en un laberinto que desemboca al mar.

Barcelona, coqueta, cae constantemente en el elogio regalado, pero cuanto más fea más bonita me parece. Es hermosa entre charcos grises de los días lluviosos, donde sus colores se ensucian a churretones. Maldita humedad, las melenas erizadas y las recepciones saludando con olor a lluvia y a ropa mojada. Malditas nubes que desmadran la ciudad y que hacen benditos los jirones anticipando el sol.

¿Cómo describir una ciudad que es puro contraste, pura incoherencia? Las barriadas se topan con edificios acomodados, el mar acaricia la montaña, el frenesí queda soterrado en depende qué horas. Los de Barcelona somos hijos de su incoherencia, pragmáticos con los vaivenes, felices de ser de aquí