La escuela de la vida – lecciones de naturaleza

La niñez es algo que, para muchos, no se abandona con facilidad y el cine -gran plasmador de filias, fobias y añoranzas varias- ha abordado ampliamente nuestro complejo de Peter Pan. Una de las formas más utilizadas consiste en apelar al goce por la aventura que todos, de pequeños, hemos vivido en mayor o menor medida. Tardes en que un cuarto de juegos podía contener el universo entero o paseos por el bosque que se revelaban como algo mágico y fascinante. En definitiva, recuerdos de esa inocencia infantil que precede a la vida como tal, justamente el estadio en el que se encuentra Paul, el protagonista de la cinta francesa La escuela de la vida.

Años 20. Celestine (Valérie Karsenti), criada del conde y mujer del guarda forestal, decide acoger en su hogar a Paul (Jean Scandel), un niño huérfano de París. Pronto, Paul descubrirá la riqueza que entraña el bosque en compañía de Totoche (François Cluzet), un cazador furtivo que se declara un alma libre y que conoce al dedillo los misterios de la naturaleza.

Maestro y alumno

De todos los binomios cinematográficos habidos y por haber, hay uno particularmente sensible y entrañable, aquel que junta madurez e infancia para crear la inagotable fórmula maestro-alumno. La película de Nicolas Vanier se centra en la figura de Paul, un niño que sólo ha conocido la frialdad del orfanato de París y que se ve abocado a un entorno totalmente diferente y ajeno. El cariño que le profesa Celestine es el primer revulsivo, pero no es hasta que conoce a Totoche, gruñón pero de buen corazón, cuando empieza a abrirse al cariño y al amor por la naturaleza y sus semejantes.

El rol de ermitaño malhumorado y sabio no es algo nuevo, pero en buenas manos siempre resulta conmovedor. François Cluzet hace un buen trabajo como mentor de Paul, moviéndose como pez en el agua por el bosque y jugando al despiste con su eterno enemigo, el guarda forestal. El encanto del escenario agreste, hermoso y secreto, junto a la amistad entre Paul y Totoche son la piedra angular de La escuela de la vida, cinta en la que la naturaleza ejerce una vez más como metáfora de la vida y la muerte.

Vida rural

La escuela de la vida, a pesar de un primer acto mucho más centrado en Paul y Totoche, opta por ampliar su retrato para dar cabida y protagonismo a otros habitantes de la región como el propio conde, el guarda Borel y la comunidad gitana que se refugia en el bosque.

Esta diversificación de tramas y personajes, si bien aporta perspectiva coral, dispersa en demasía el filme, diluyendo el tono más intimista del principio. La subtrama en la que se centra la parte final relega la sensibilidad inicial y desemboca en un feel good algo maniqueo que adopta aires de cuento. Todo ello, eso sí, sin perder un ápice de ese humor francés que aporta un toque característico que eleva el encanto de la propuesta.

La escuela de la vida funciona como oda a la naturaleza y a la sencillez, donde el bosque se revela como un personaje más, capaz de emitir las mayores lecciones de la vida.

Ficha La escuela de la vida Filmaffinity

Trailer La escuela de la vida

Noemí Escribano

Comunicadora Audiovisual, lectora voraz y procrastinadora nata.

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