El efecto placebo de Año Nuevo

2020 ha dado comienzo y muchos de nosotros insistimos en repetir el tradicional autoboicot de los propósitos de Año Nuevo. Comienzan los “felices años 20” y la bonita cifra suena a una excusa tan buena como cualquier otra para redoblar nuestra sempiterna lista de metas. La escribimos con la optimista esperanza de revisarla el próximo diciembre, con la sonrisa de quienes ostentan la voluntad de hierro. 

La realidad, sin embargo, es que la lista probablemente no sobreviva a enero, enterrada bajo unas cuantas facturas y tickets de la compra. 

Otra realidad es que nos encanta sucumbir a este breve periodo de euforia de inicio de año. Antes del Blue Monday se habrá diluido gracias a la eficaz rutina, pero el convencimiento de iniciar un nuevo periodo en el que lograr nuestros objetivos suele ser divertido y excitante. En mi caso, soy toda una forofa de las listas. Las relleno con interés genuino a lo largo de todo el año, empleando rotuladores de lettering de colores vivos. Y a medida que pasan los meses las reviso, felizmente, eso sí.

Elijo un rotulador de otro color y me dispongo a tachar unos cuantos ítems -el optimismo, nunca falta-. Y aunque la mayor parte de ellos quedan indemnes, casi siempre termino apuntando todo aquello que ha terminado por captar mi atención. Todo -o casi- lo ya realizado, visionado, leído, visitado. Ahí está el equilibrio perfecto: una lista impoluta queda sustituida por otra emborronada, con el spoiler implícito de escribirla sabiendo que ya ha sido cumplido. No tiene ningún sentido, pero pocas de las cosas que hacemos con nuestras vidas lo tienen. (Re)cuento, luego existo.

Mientras tanto, mis listas se hinchan mes a mes, engordando de todos los estímulos imprevistos que van llegando y con los que no contaba. Es, quizás, lo mejor de todo: saber con certeza que ninguna lista podrá preveer lo que finalmente terminará escrito en la lista.