Toulouse – siguiendo el río
Éramos dos las que seguíamos el río. El Garona nos regaló a mi amiga Romina y a mí la que, seguramente, fue la panorámica más bonita de Toulouse en aquel viaje que representaba el comienzo de una nueva vida para ella… y un pequeño paréntesis para mí, que habría de terminar ese mismo día.
Las seis horas de autobús hasta la localidad francesa nos habían dejado cansadas y adormiladas ya desde una primera hora demasiado temprana; conciliar el sueño fue difícil, poco acostumbradas a los vaivenes del transporte nocturno, así que nuestra llegada a las 6:00 am a la estación fue como espabilarse de una extraña duermevela.
Nuestra sorpresa fue encontrarnos una ciudad prácticamente vacía; no llegamos a descubrir si la causa era debida a algún tipo de festividad o si realmente el lugar se mostraba así de desangelado de forma habitual, pero el caso es que no nos topamos con algo de bullicio hasta bien entrado el mediodía, y fue debido a que quisimos parar para comer y reponer fuerzas en la zona centro.
Allí fue donde acabamos pasando más tiempo, pero no dentro de un museo o de un edificio célebre por su arquitectura, sino junto a un precioso tiovivo que nos cautivó como a dos niñas. Después de la soledad de la mañana, resultaba casi un alivio contemplar a los críos divertirse y ver algo de tono festivo en una ciudad que, hasta el momento, nos había dejado bastante frías.
Que la mayor parte de los museos cerrara los lunes supuso que acabáramos recorriendo la ciudad de arriba a abajo, prácticamente sin detenernos. Callejear siempre me gusta especialmente, pero ya desde el principio Toulouse se había mostrado sumamente gélida con nosotras, tanto en su clima como en su ambiente general. Mi amiga dijo sentir algo parecido a la inseguridad y, aunque puede no ser la opinión más generosa de un par de turistas de paso exhaustas, lo cierto es que la sensación de vulnerabilidad se hizo más patente a medida que iban cayendo las últimas luces de la tarde.
La atmósfera rezumaba cierta hostilidad, como si la misma urbe nos estuviera invitando a salir. La reticencia de sus habitantes a expresarse en algo que no fuera francés tampoco ayudaba, haciendo oídos sordos a cualquier tentativa de comunicarse con nosotras en inglés. Incluso el encanto terroso del ladrillo en las callejuelas y en las tiendas acabó por disolverse en la noche.
Aun así, en el recuerdo de aquel día prevalece la sonrisa por la pequeña locura de un viaje exprés por una despedida, de modo que prefiero quedarme con la estampa de los jardines japoneses, donde entre la serenidad y la belleza del pequeño lago parecía que el frío no llegaba.